Por Javier U. de 2º BAC
Y recordad: la media naranja no existe”. Así acababa la clase de lengua esta mañana tras un exhaustivo debate sobre el par mínimo “te quiero”. No sé qué función tiene, pero estoy seguro de que recíproco no es. Para despejarme un poco antes de volver a casa, salí a la calle y fui a tomar algo a un bar. Olía a fritanga y la luz brillaba por su ausencia. Pedí amablemente unas patatas fritas, unas aceitunas del pacífico y una sangría, ignorando la dieta que me había puesto el médico. Esperé a que el fresco vino se convirtiera en calentura para mi cabeza y me animé a tirar unos dardos. Cuando mi mala puntería parecía terminar con mi paciencia, una joven de tez clara y cabello rubio se me acercó y me preguntó: ¿puedo jugar? Su sonrisa pura e inocente hicieron que no pudiera resistirme y tras un largo rato de risas y conversaciones, no sé si por culpa del vino o de mi carácter enamoradizo, lo tuve todo claro: “te quiero” tiene valor recíproco. Me armé de valor para confesarle lo que sentía y mientras me giraba tembloroso hacia ella… ¡PAM! Como si Cupido hubiera lanzado una de sus flechas, el dardo me dio en todo el ojo. A pesar del trágico, a la par que cómico final, esta es la historia de cómo conocí a la princesa Leonor.