Por Rodrigo M. alumno de 1º BAC
Cada primer domingo de mayo, Francisco volvía al pequeño parque donde su madre solía leerle cuentos bajo un viejo roble. Aquel solitario banco de madera, ahora mayoritariamente desgastado, era un refugio lleno de recuerdos y grandes momentos. Ese día, como cada año, Francisco colocó con extrema sutileza una rosa blanca sobre el asiento y se sentó en silencio, con una carta manuscrita en el bolsillo. Esa carta también era para su madre, escrita con la misma caligrafía inconfundible que le delataba. En ella, le hablaba de todo lo ocurrido en su vida en los últimos años, de todo aquello que no pudo contarle desde que partió.
El cielo gris anunciaba tormenta, y el viento soplaba suave, como si trajera su cálida voz desde algún lugar recóndito. “Estoy contigo” creyó escuchar Francisco. El parque se mantenía en silencio, pero Francisco, con los ojos empapados en lágrimas, se sintió más acompañado que nunca; y es que el amor por una madre nunca muere, simplemente cambia de forma.
